Apenas dos semanas después de su estreno, Watchmen impuso toda una serie de marcas en la historia de las adaptaciones cinematográficas de un comic, aunque tres de ellas dejan bastante qué decir.
Por un lado, se trata quizás de la única película con una maldición a cuestas, lanzada por el creador de la narración original, quien es chamán además de escritor.
Se añade la advertencia de Zack Snyder, dos días antes del estreno mundial, cuya declaración para la revista Wired consistió en señalar que se dio por vencido ante la naturaleza grandilocuente del original; por ello, la película debe ser vista como una versión personal, en lugar de adaptación definitiva de Watchmen.
Pero una pregunta se queda en el aire y como consuelo flota una vaga ambigüedad, ya no por motivos románticos en torno al comic ni un principio de autor para la disciplina, sino la cruda incapacidad de la cosmogonía hollywoodense para extenderse fuera de sus cada vez más estrechos márgenes.
Principio y valores de producción de Watchmen rebasan la norma de la buena empresa: excelente fotografía, efectos especiales innovadores, reconstrucción histórica y dirección de arte impecables, incluso dirección de actores decorosa.
Pero cuando se trata de realización, estricta dirección a propósito de una obra, justo allí el concepto se viene abajo a plomo… Francamente, las fallas no son poca cosa, pues dan al traste en dos aspectos vertebrales de la narración original: deconstrucción política de entonces y construcción psicológica de los personajes.
Entre monstruos y superhéroes
Cuando se repasan obra e historia de Moore en torno a los tratamientos que hace reflexionando sobre el quehacer político, ya desde 1982 con V de Vendetta (V for Vendetta), el autor hizo público su rechazo al gobierno de Margaret Tatcher, así como las alianzas formadas con Ronald Reagan y el respaldo que recibió de Richard Nixon, siempre tras bambalinas de toda decisión a gran escala.
Para el momento en que Watchmen se publica, Moore plantea la posibilidad de que Nixon, en efecto, hubiese ganado la guerra de Vietnam gracias al recurso imposible de un ser cuasi omnipotente, con lo que habría logrado también la simpatía civil de Estados Unidos, pues una de las razones porque se vio favorecido el escándalo Watergate que lo depuso del poder, radicó en el trasfondo económico, así como el creciente poder que amasaba Nixon con cada estrategia que aplicó a nivel nacional, para extender una sutil política de predominio a nivel global, además de mantener en actividad la Guerra Fría y una permanente amenaza de 3° Guerra Mundial, basadas casi todas en iniciativas de fuerza bruta.
No obstante, la imagen proyectada por Snyder acerca de este Nixon, en lugar de cuestionar su proceder —acorde con la figura desarrollada por Moore—, le da el lugar de primer “vigilante” responsable de Estados Unidos, quien no sólo tiene en sus manos decisiones locales en torno al gobierno de su país, está en condiciones para decidir por el buen proceder de su sociedad pasando por encima de todo derecho civil, además de manejar el destino del mundo entero.
El “acto Keene” que refiere la narración, en lugar de plantearse como abierto golpe de estado, mismo del que Nixon saca provecho para instrumentar las habilidades de los poderosos “a favor de la nación”, aquí pasa como una simple medida de corte jurídico, cuya justificación consiste en retirar de todo sujeto la posibilidad de ejercer acción o juicio, sin estar debidamente investido por alguna forma jurídica que lo respalde.
En la práctica, es decir, en la vida real, las dimensiones de admitir y permitir la existencia de vigilantes, equivale a decir que un Estado de derecho es incapaz de proveer el mínimo de garantías individuales, entre las que figuran protección y bienestar de los ciudadanos de dicho Estado, mediante aparatos debidamente instrumentados para lograr un mínimo equilibrio entre la insurrección social y la dictadura declarada; en virtud de semejante incapacidad gubernamental, la aparición de vigilantes sería la primera manifestación de tal ineficiencia política.
En su defecto, que ante la ausencia de todo precedente, el ejercicio del poder político bien podría alcanzar nuevas estaturas mediante la intervención de semejantes protagonistas sociales, por intermedio de la administración gubernamental.
En otras palabras, Moore planteó una balanza macabra cuyo eje tenía sentido en función de la historia y el absurdo, pero potencialmente verosímil desde el contexto de la fantasía.
No hay en el comic, explícito, indicio alguno de que Nixon como presidente reelecto aparezca en calidad de una figura presidencial eficiente, comprometida tanto con su administración como a nivel histórico, que resulte eximida ni amortiguada. En todo caso, la predisposición de la cultura norteamericana por percibirse autorrepresentada mediante un líder afín a la idiosincrasia de su sociedad.
Así, pese a la talla legendaria del comic y al abierto reconocimiento a la persona de Moore, en realidad hay de por medio tanto un toque de melancolía respecto al cese de una época así como crítica, en la que todo fan del comic abraza la subversión en la medida que se le devuelve un reflejo desvirtuado y sin concesiones respecto a la supuesta “fortaleza” de un predominio cultural.
Pero sólo en términos de una primera contradicción de fondo que desde la perspectiva de un estadounidense —Snyder—, se falseó para minimizar de la fantasía inglesa —Moore— el carácter de sus implicaciones sociohistóricas.