Actualización collage (11/IV/21)…


Para aquellos de ustedes quienes supieron de mi salida de Pachuca y algunos preguntaron qué rumbo tomaría, en realidad no conté que lejos de convertirme en un espíritu errante, años atrás me había asentado en otra parte y solo estaba cerrando el pendiente en que Hidalgo se convirtió. Sin embargo, el lugar donde actualmente vivo, también es otro trabajo para mí.

Gracias a eso, he tenido muchas más actividades de las que usualmente hacía y pese al confinamiento, he tenido muchos, muchos quehaceres. Las columnas siguen en pie, pero le estoy dedicando tiempo a las actualizaciones diarias para celebrar el próximo día internacional del libro, el oficio editorial y el fomento a la lectura, el siguiente 23 de abril.

Desde que comencé las publicaciones en Instagram, Facebook y Twitter, el lema de trabajo ha sido _“Un año de confinamiento, tiempo para redescubrir la lectura”_. Creo muy importante darle un lugar a las letras como el bote salvavidas que han sido, para todos aquellos que han necesitado lo que Roger Chartier llamó de forma extraordinaria “Escuchar a los muertos con los ojos”.

Por eso, antes de que llegue el 23 de abril, va mi contribución de títulos y autores que algunos de los seguidores de mis cuentas han preguntado incluso dónde conseguir los libros.

Saludos a todos.

La voz del faquir, Harkaitz Cano; Versos encendidos, Imanol


España, la tomada por Franco y que durante años fue una forma de espacio de donde se retiró el tiempo y sus habitantes padecieron quizás uno de los dominios más insensatos de que tenga cuenta la historia moderna, contrario a las suposiciones, se convirtió en un dominio que en lugar de una corona reunificada, se transformó en nuevos espacios escindidos peleando por una identidad.

De la época en que dicha a España todo aliento de esperanza y buenaventura le caía bien, Imanol Larzabal se levantó como un Lázaro que obsequió a las comunidades del País Vasco una representación musical antes inexistente. Encarnó en una generación y de golpe, lo que a la “nueva trova” le dieron de refilón la revolución cubana y las insurrecciones de centro y sudamérica, salvo porque cantado en euskera —la lengua prohibida—, a veces en castellano, a diferencia de los “tovadores”, a Larzabal le tocó verse cara a cara con ofendidos y protagonistas de sus canciones, además ser blanco de amenazas contra su vida hasta el día de su deceso.

Parte de las razones para ello fue su integración a la ETA; desde muy joven dicha decisión marcó su carrera en forma definitiva y después no tuvo el lujo de dar vuelta atrás. Las posteriores escisiones de la ETA, así como el fallecimiento de algunos de sus vocales más representativos, terminaron mandando a Larzabal fuera de territorio franco-hispano, con lo que inició una vida marcada por el exilio así como el rechazo abierto por el franquismo.

Pese a la circunstancia política tan delicada y de por sí compleja, en la que desde siempre quedó inscrita la postura de los etarras y su actitud no solo radical, sino contestataria, la abierta defensa de la cultura vasca era en sí misma un acto político y solo por adoptarlo, hacía del mismo una razón para la sospecha, la intriga y la vigilancia extremas.

Imanol, como al final terminó por conocerse a Larzábal, sin más adornos que su nombre de pila, fue un cantautor que contra todo pronóstico, no envejeció en una postura que lo haya encontrado aceptando de mala gana aquello contra lo que luchó durante toda su vida, convertido en un hombre de mediana edad, recapitulando sobre sus errores de juventud. Todo lo contrario.

Sí revisó su existencia, si se sentó a meditar sobre las insensateces que cometió a lo largo de una vida, pero en lugar de lamerse la heridas, concluyó con un tremendo cínico «¡Qué más da!». Hay quizás dos autores que hoy pasan perfectamente desapercibidos y gracias a las nuevas tencologías han gozado de mayor fama que cuando lucharon contra el muro de silencio impuesto por Franco: Luis Eduardo Auté y Patxi Andion.

Gracias a que se trató de cantautores más cercanos a castellano y catalán, tando Auté como Andión fueron de esos pocos que alcanzaron a llegar a latinoamérica sin tanto andamiaje, Imanol no gozó de la misma fortuna y hasta se podría decir terminó como un célebre desconocido.

No obstante, gracias a Harkaitz Cano, el personaje se convierte en una suerte de Robin Hood genial, quien desde adolescente se las apañó para ser un verdadero despliegue de talento, al que le bastó tener el pretexto enfrente para resolverlo de manera fabulosa. Si bien es cierto no se trata de Imanol al calce, ya que el personaje de la novela aparece con atributos distintos y peculiaridades propias que no guardan la más elemental semejanza con el personaje original, en ningún momento dejan de abonarle admiración.

Baste decir que cuando se escucha ese último disco que representa su despedida, Imanol ya no se toma la molestia de solfear para integrar sus versos a música de ningún tipo. Casi se trata de un disco a capella, hecho más a la medida del capricho de continuar con una creación final, más que comportarse como figura de un voto cultural al que le entregó su vida, pero es ahí donde radica el valor de la novela de Cano.

Dedica un libro a un personaje quien de antemano fue un apestado entre la ETA, los franquistas y la falta de comunicación con los simpatizantes de la cultura vasca, quienes solo consiguieron que se convirtiese en un ente ajeno, apestado por las desconfianzas políticas y buscó reivindicar a los suyos, en medio de un clima de arrebatos.

La rueda celeste, Ursula K. Le Guin; Lathe of Heaven, Mark Turner Quartet


A fines de 2018 y principios de 2019, Arwen Curry obsequió Los mundos de Ursula K. Le Guin, (Worlds of Ursula K. Le Guin, 2018) quizás la pieza documental definitiva sobre una de las autoras más representativas de la ciencia ficción y la fantasía, pero también una de las menos conocidas, excepto por una obra personal, versátil, así como independiente de las tendencias.

Hoy día, basta que corra una ligera insinuación para que de pronto se sugiera que hemos llegado a una época como la predicha por Orwell o Huxley, para que los espontáneos se las den de especialistas y divaguen sobre lo que representa una modernidad como la planteada por los escritores ingleses.

Lo de verdad interesante, que nos exhibe como una cultura desprovista de recursos así como memoria, es que hay abundancia de referencias para decir ya nos encontramos en otro momento, incluso una época más distante que la de Huxley/Orwell y ya estamos instalados en los inicios de civilizaciones similares a las descritas por K. Dick, que se encaminan rampantes hacia la preferencia por los líderes psicóticos formados por coaching y anfetaminas, además de una angustia existencial sin precedentes, marcada por cambios genéticos, además de status quo irreconocibles.

Solo Ursula K. Le Guin, en su momento, decidió brindar un merecido homenaje a K. Dick, cuando escribió y publicó La rueda celeste. Casi todos los personajes de K. Dick se encuentran en medio de una circunstancia que decidirá el futuro de sus vida y, de acuerdo con la narración, muy probablemente la del género humano. Pero gracias a un permanente dispositivo de incertidumbre inserto en sus relatos, nunca tenemos la plena certeza de que esa misión mesiánica en la que se encuentra el protagonista, sea verdadera o se trata de la ruptura del personaje quien se colapsó ante las implicaciones de los acontecimientos.

Bajo esa nada sencilla premisa, Dick habló de presuntos salvadores de la humanidad, en realidad refugiados en el rincón de una habitación sin muebles, con la mirada perdida y ocultos del mundo en una versión idílica de la realidad, en los vericueto de sus mentes. Incluso que los paraísos deslumbrantes siempre prometidos al ser humano, no son otra cosa excepto variantes de mercadotecnia en desarrollo para vender los productos de un emporio a punto de amasar una fortuna o ya en práctica, devorando dinero a manos llenas.

Precisamente, el incuestionable genio de K. Le Guin consistió en captar las sutilezas del juego literario propuesto por K. Dick y abordó al personaje como una alternativa entre la incertidumbre de un diagnóstico clínico hecho y derecho, así como que la realidad del presunto poder que se supone tiene y lo convierte en un escultor de la realidad mediante la acción de sus sueños.

Actualmente la novela es un clásico irrefutable de la ciencia ficción, pero padece de un defecto importante que la aparta de las favoritas indispensables del género: formalmente está muy lograda y juega con mucha más elegancia con un tópico que sería propio de un cuento, quizás en el desarrollo de una novella, una noveleta, pero nunca para una novela.

Pero así como de K. Le Guin, también lo fue su facultad para atravesar las obviedades y convertir algo que no merecería la molestia del tratamiento, en una serie de enfoques que hacían de la lectura un placer para el lector, pero si hubiera de plantearse una analogía contemporánea, sería por obligación El efecto mariposa, pero escrita en 1971. De semejante logro y novedad.

Con ese singular tono, en su momento se emprendieron dos adaptaciones al cine, poco exitosas pero que conceptualmente dejaron el trabajo del Mark Turner Quartet, con una influencia no estilística, pero sí conceptual de eso que en su momento pretendió lograr Oregon desde la persepectiva multicultural, cuasi new age.

En ese sentido, es un esfuerzo interesante por sacar a flote un trabajo que se temió variante de los años 70 derivada de las aportaciones literarias de Dick, en la línea El hombre en el castillo, a propósito de la posibilidad de imaginar una realidad de tal suerte distinta, que su existencia es producto de la visión de una sola persona.

A contraluz, Rachel Cusk; Remember Us to Life, Regina Spektor


Una constante de la literatura femenina contemporánea, particularmente de 30 años para acá, radica en un sentimiento reiterado de madurez desencantada; sin importar la nacionalidad, las narradoras buscan una especie de experiencia que parecería la aventura beatnik de un Jack Kerouac o un Allen Ginsberg, salvo porque en lugar de buscar afuera mediante un viaje con destino incierto, también desentendidas de un encuentro consigo mismas, son ya muchas las escritoras que relatan la necesidad de moldear una sabiduría que haga tolerable su existencia.

Sin fórmulas, sin recetas preestablecidas, la constante de una época se ha vuelto examen interior y cómo a través de él, las escritoras han llegado a una cultura común en la que se han hastiado y requieren una pausa existencial sin la cual no habría obra.

Lo que parecería sintomático de una generación, se ha convertido en un rasgo literario de género que hace de la épica una necesidad humana, pero sin atribuirle características legendarias ni mitológicas. Tampoco se trata de conferirle capacidad de asombro, porque ese sería otro requerimiento formal que las autoras más brillantes se han demandado, escapar de los lugares comunes, incluida la capacidad de un encuentro amoroso fugaz y barato, que nada resuelve.

En lugar de ello, hay una especie de abandono. La sobradísima facultad de permitirse “fluir”, pero que al ceder el control, la escritora se transforma en el lenguaje que la inunda y los personajes de quienes habla, sin abandonar del todo la primera persona que platica ni las impresiones que tiene de cuanto le pasa.

Esa es una de las características de Rachel Cusk. Trátese de Tránsito, Prestigio, Despojos, Las variaciones Bradshaw o A contraluz, la autora siempre despega sus narraciones en medio de viajes, durante la transición de una etapa de vida a otra… como si viese desde lejos lo que le ocurre y narrase su vida de una forma que cuanto dice, le sucediera a otra persona. En otras palabras, disociada.

Aunque la disociación se considera una característica propia de alguien incapaz de asumir la responsabilidad de la existencia, en su defecto, que las experiencias le resultan de tal modo complicadas que se desconecta de ellas y se las plantea a sí mismo como si fuese otra persona, Cusk ha terminado por desarrollar un estilo donde la alienación es el personaje central de su narrativa.

Ya no hay circunstancia pequeña que pueda considerarse exenta de esa habilidad para sentir la zozobra de la vida diaria, ahora con la obra de Cusk uno de los grandes méritos de la escritora es también la capacidad para encontrar sentido en medio de semejantes adversidades y además tratar de estructurarse con esa doble naturaleza que oscila entre la reflexión intimista y la alienación acéfala de la cultura actual, para la que “identidad propia” es un manierismo anacrónico, innecesario, de otra época.

Gracias a su obra, Cusk parece haber logrado insertarse en la actual corriente de autoras quienes lejos de encontrarse ancladas en una suerte de simpatías compartidas, ahora pertenecen a un grupo de creadoras que de verdad están logrando ventilar el adocenamiento de la literatura varonil ahí donde no parece haber salida congruente, salvo una mirada realmente innovadora.

Quizás la única persona que en ese renglón conserva un aire bastante atípico que la hermana con Cusk, sería la por igual singular Regina Spektor. Originaria de Rusia, luego de un debut medianamente disparejo con 11:11, con Soviet Kitsch la cantante y compositora empieza a desplegar su talento, acomodándose en suelo extranjero.

Pero en medio del calor de su talento, se las ingenia para crear visiones agridulces de la vida, pobladas por recuerdos de su matrimonio echado a perder, la espectacularidad de iniciar una relación de pareja, la aventura de mudarse de una casa a otra… Vaya, Spektor se las ingenia para también hacer épica con lo insignificante, con ejemplar sello naïve en su trabajo.

Remember Us to Life es de sus últimas producciones y ya con un aire un poco de diva, pero que ahora ha aprendido a participar en el juego de la industria y además jugar bajo el entendido de que seguir la corriente y pretender que es divertido, podría convertirse justo en eso.

Las vírgenes suicidas, Jeffrey Eugenides; Twenty Years, Air


Cuando Air debutó ante el mundo, una de las características más subrayadas de su música fue un sonido con reminiscencias de las bandas sonoras de Nino Rota, cuyas composiciones oscilaban entre un aire juguetón, a la vez que sensual con un toque muy Mediterráneo.

El dueto compuesto por Nicolas Godin y Jean-Benoît Dunckel, a la fecha tiene una suerte de doble capacidad para reflejar su talento músical, así como inclinarse por colaboraciones que si no se han convertido en fenómenos sensacionales, sí han acertado con creadores que han convertido su obra en una experiencia particular, sin precedentes.

Quizás una de las participaciones más ricas y bien recibidas de su creación sea la banda sonora The Virgin Suicides, uno de los trabajos más conocidos y de cobertura internacional gracias al cual Sofia Coppola sirvió de conducto para ayudarles a convertirse en uno de los grupos musicales representativos de una época.

Lo interesante es que el disco fue una creación por partida doble. Por un lado debido al origen del trabajo con el debut literario de Eugenides y después cómo se transformó en una sensación mediante la adaptación de Sofía Coppola.

El primer acercamiento de Godin-Dunckel a la obra de Eugenides fue logrado, por no decir uno de los aciertos profesionales más grandes de Sofia Coppola. Baste recordar la anécdota de la historia: las hijas vírgenes de toda una familia empiezan a entrar en la natural pubertad, pero cuando la menor de las cinco hijas decide quitarse la vida, en un primer intento fallido que logra su objetivo en la segunda ocasión, se transforma en una cadena de acontecimientos que incluyen el deceso de las demás hermanas.

Enigmática por no decir aterradora, la novela queda a medio camino entre los crímenes sin resolución de los que las investigaciones duran años pero nunca se logra una conclusión satisfactoria, además del relieve personal del autor, cuyo interés en el romanticismo además de la vida sexual de la pareja tienden a ser una forma explícita de algo más complejo y sórdido, escondido en manifestaciones muy elaboradas.

Pese a que Eugenides no ha publicado una cuarta novela, Middlesex elevó a grados épicos el dilema de la identidad, que comienza con el género de uno de los protagonistas, para después convertirse en la columna vertebral que descifra un aspecto de la identidad del hombre moderno, a través de un viaje que comienza en Grecia, pasa por Estados Unidos y llega a Alemania, en décadas de cambios a lo largo de la historia.

La primera novela si falló en reflejar el alcance del autor en términos de ambición para proponer una historia de mayores vuelos que en su novela inaugural, tiene un acierto importante: mientras la segunda se inserta en eso que cae en la clasificación de “La gran novela americana”, obras mayores que participan en el mercado narrativo del deseo de Estados Unidos por una obra autónoma con la que lo anglosajón adquiera grandilocuencia, ajena a la producción europea y que además amplifica la percepción de lo que representa la visión del anglosajón sobre sí mismo.

Con ese sentido, Eugenides se aproxima a la tragedia máxima que se ha planteado en una narración moderna: una familia incapaz de vivir la intimidad ni sobrepasar un fenómeno por demás ordinario y natural como el crecimiento, que por si fuera poco queda encerrado en el enigma de la belleza de las hijas de la familia, quienes jamás conocieron otra cosa de la vida excepto el apetito por un evento que nunca ocurrió.

Eugenides se ha encargado de proponer una línea narrativa que lejos de instalarse en una referencia complaciente, carente de recursos, parte de enrarecer esa premisa tan banal, elemental, como es el dar por hecho que además de pretender que se conoce el amor, podemos hacer algo con ello, cuando en la práctica se trata de una impostura, un desfiguro desde donde se proyecta la falta de capacidad humana para enaltecer las hazañas con que el hombre se encarga de sobreponerse a esa carencia fundamental.

La gran ironía es que precisamente la falta de recursos, el centro en la obra de Air es precisamente ese universo donde el amor, el romance, son los objetos centrales que atañen al sentido donde discurre la vida humana.